Me
encontraba regando las plantas del jardín mientras observaba la
llegada del otoño. Flores de todos los colores florecían formando
un gigantesco arcoíris y las hojas de los arboles caían al suelo
armando un relajante sonido. Mientras el sol se escondía, el cielo
se iba oscureciendo y unas espesas nubecillas tapaban el rosado cielo
haciendo el paisaje más espectacular. Los alegres animales se iban
refugiando en los altos y verdes arboles mientras la noche se abría
paso. En pocas palabras, era un día magnifico.
Desafortunadamente
sonó la campana de Viola que indicaba que la cena ya estaba lista.
Eso significaba abandonar el jardín. Con cara de pocos amigos pensé
en las consecuencias que tendría no ir a cenar: tardarían minutos
en encontrarme y recibiría la bronca del siglo. Así que decidí
evitar tal desastre y ir a cenar. Pero cuando me iba yendo para casa
alguien me tocó el hombro por detrás, me giré y una mujer
aproximadamente de ochenta años me sonrío. Tenía el pelo blanco,
con un tono plateado, recogido exactamente como lo solía llevar mi
madre. No era muy alta pero tampoco muy baja. Su cara era redonda y
tenía unas facciones tristes y envejecidas. Tenía los labios finos
y pequeños, pero bien marcados, que dejaban entrever una hilera de
perlas. El color azabache de sus ojos, grandes y redondos,
armonizaban con su oscura ropa. No sabía quién era, pero su cara me
resultaba muy familiar, y su presencia me causaba una extraña calma
interior. Entonces me dijo:
-Calpurnia,
querida, no dejes que planifiquen tu vida. No tengas miedo de nada ni
de nadie. Persigue tus sueños, no te desanimes. Tienes que luchar
por lo que más quieras y no rendirte bajo ningún motivo. Y si es
necesario, cambiar tu destino. Lo peor de todo en la vida es mirar
hacia atrás y arrepentirse de no haber tomado el camino que te hace
feliz.
No
olvides mis palabras y tenlo siempre en cuenta.
No
me dio tiempo a responder cuando ya se había marchado. ¿Quién era?
¿De dónde había salido? Y sobretodo ¿Por qué me daba esos
consejos?
Tenía que averiguarlo como fuera. Entonces escuche la voz de mi
madre gritarme, cada vez más y más cerca. Tan cerca de mi oreja que
exclamé:
-¡Ya
basta! - Y entonces me desperté y me di cuenta de que estaba en el
sofá del comedor y que todo había sido un sueño, un maldito sueño.
Parecía tan real. Pero la cara de esa anciana me era demasiado
familiar y su misterioso mensaje se me quedó grabado en la mente
como un disco rayado.
De
pronto se me iluminó la bombilla, fui corriendo al segundo cajón de
la habitación de mi madre y saque el álbum familiar. Entonces la
vi, era ella, mi abuela. La abuela que nunca había conocido y de la
que tanto me habían hablado, se me había aparecido en un sueño y
ni siquiera la reconocí. Que vergüenza, era la peor nieta que se
podía tener.
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